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Mostrando entradas de septiembre, 2010

Zita

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Comentario a la novela "Zita" de Ana Uría, publicada en Gens ediciones. Subir al cielo y bajar al suelo, la almohada y la acacia. Zita y su mundo, que encierra universos. Toda la novela rezuma esencias del pasado, melancolías olvidadas que ya no importan. Caducaron. Una mujer que reside en una dimensión paralela, creada por ella misma, húmeda y fría en algunas páginas, seca y desolada en otros pasajes. Jirones trenzados con el hilo de la cotidianeidad. La atmósfera que todo lo envuelve, gruesa capa de poesía, tiene grietas amables por donde escapar al cielo y huir de la asfixia de la ciudad y de las banalidades. Esas mismas fisuras, sirven para regresar al seno materno de la realidad, a aquellas casas solitarias donde reencontrarse con los viejos retratos que dolieron en su momento. Varios personajes se suceden y deambulan por estos breves capítulos que languidecen con el paso de los dedos: El hombre (desnudo y en toda su extensión), Dios, los rebaños, la mugre de las Iglesia

Aquellas noches

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Dos de la madrugada, las tres, cuatro a.m. El reloj corría como una ruleta incierta, lenta, apenas iluminada por un ramalazo de luz que se colaba por la persiana. Una espalda encorvada y el respirar trabajoso de mi hermano me devolvían a la jodida realidad de las noches en vela. Lejos quedaban ya, en lo profundo de la almohada, los héroes, las aventuras eróticas y los precipicios insondables del sueño. A la vuelta de los años, aquellas noches en la habitación de dos camas se me agolpan en la memoria del dolor y del desvelo. Los recuerdos bañados en leche de la casa de mis padres y el asma de mi hermano que le partía el pecho al pasar el camión de la basura. Mil noches, sino más abrazando aquel sonido ronco y visceral de un respirar que agonizaba, intentando que se fuera ese demonio que se le agarraba, insistente, con las garras en la carne del desvelo, siempre de madrugada. Fue la primera vez que me encontré de cara a cara con una enfermedad que llegaba a provocar miedo y sobresalto en

Ruedas, pedales y rutas

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Desde que fijé mi retiro en San Fernando de Henares no he dejado de dibujar surcos en la vereda del Paseo de los Chopos. Según mi padre son álamos blancos, pero no vamos a entrar ahora en discernir si son galgos o podencos. Más de mil kilómetros de reflexiones internas, ojos abiertos al amanecer y viento fresco en la cara. He descubierto una afición. He entrado en la mina de los tesoros de andar por casa. He podido discernir cual es la linea del horizonte y diferenciarla del hilo dorado del amanecer. He coincidido con el sabio de barba canosa de la mañana y con el hortelano madrugador. He creído vislumbrar el bastón de mando de la alcaldía debajo de la mano que aprieta la maneta de freno, en alguna ocasión, y he comprobado que la muerte de la noche y el nacimiento del día te premian con la primitiva de la serenidad a lo largo de la jornada. Al que madruga, irremediablemente, alguien le echa una mano, alguien muy poderoso que no es Dios. Piedras en el camino, pinchazos inoportunos, barr